El nombre original del pueblo es Atemaxaque, que en náhuatl significa “lugar donde las piedras dividen el agua”, y es que por aquí pasan algunos afluentes que traen lluvia desde lo alto de la sierra. Gracias a que había agua y buena tierra, en el siglo xvii los misioneros sembraron algunas huertas que trabajaron con los indígenas. En 1653, el fraile Antonio Tello describió a esta comunidad como un pueblo de “temple frío” donde se daban manzanas, membrillos, duraznos, cerezas, rosas de Castilla y clavelinas. Muchas de estas huertas siguen activas en casas y solares familiares, y con sus frutos elaboran ponches y bebidas tradicionales.
La presencia del agua se convierte en bosque a las afueras del pueblo: más de 10,000 hectáreas dominadas por pinos, madroños, encinos, cedros y fresnos. Para explorarlo, lo mejor es contactar con un guía que conozca los senderos y subir a una de las cimas que rodean Atemajac. Si lo haces muy temprano, es posible que veas una cobija de nubes cubriendo los valles cercanos.
Después de la caminata, puedes almorzar en alguna de las fondas que están a un costado del templo de San Bartolomé, en el segundo piso del mercado. Los fines de semana venden quesos y jocoques, birrias y menudo, frijoles, tortillas de mano, atole y café de olla. Otra opción más contemporánea es Mextizo, un restaurante dentro del pequeño hotel Quinta Tere, con desayunos y cenas reconfortantes.
Caminar por el pueblo al atardecer es un regalo, sobre todo en invierno, pues el sol ilumina con una luz cobriza las fachadas y uno siente que ha viajado cien años al pasado. En la plaza juegan los niños y se ponen algunos puestos con café y pan para la merienda. No dudes en atravesar el pueblo para ir al Santuario del Señor del Ocotito, con su pequeño atrio, sus árboles, su piso de pasta y su figura muy venerada por los lugareños, que felices te contarán la historia.